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La busqué por todos lados y resulta que estaba conmigo




Imagínate estar bien tranquilo usando tu computadora y que de pronto durante media hora hay un chillido desgastante de una chiquilla gritándote desde tu cuarto que por favor le prestes tu aparatito electrónico para jugar un ratito videojuegos, “al cabo tú no lo estás usando”.

Esa chiquilla era yo.

El día que la tecnología llegó a la vida de mi hermano, perdí a mi compañero de aventuras en casa, y si él ya no se unía a mis actividades, encontraría formas de entretenerme sola.

No creo que haya sido algo del todo negativo; yo también disfruté, después de pelear por mi derecho a usarlo, del GameBoy negro que El niño Dios le dejó en navidad a mi hermano. Pero esa pequeña pantalla reemplazó nuestros juegos de cartas de YuGi-Oh! y otras actividades que, lamentablemente, se han perdido en mi memoria.

Intento recordar esa época en la que pasamos tiempo jugando juntos, y nos visualizo en una cancha de fútbol, en alguna alberca, con los vecinos, viendo tele juntos, o él leyéndome los “Fax” y los “Emails” que me salían en el Turista Mundial porque yo todavía no sabía ni escribir bien.

Y de pronto, existe un salto grande a la etapa donde él usaba la computadora para ver películas o jugar videojuegos que a mi nunca me llamaron la atención, y yo estaba sola inventándome historias y pidiéndole que jugara conmigo a pretender que atrapamos Pokemones “como en los viejos tiempos”.

Es raro porque no sé en qué momento yo también, justo como mi hermano, dejé de tener una imaginación de niña, dejé de inventar cosas y vivir en una realidad que yo sola me creé. Sé que fue gradual, obviamente, no desperté un día para ser adulta. Pero, esa transición de perder la curiosidad y la imaginación, es completamente borrosa e indistinguible.

¿A dónde va nuestra curiosidad cuando crecemos?

Yo la extrañaba, y ese sentimiento me llevó a investigar qué había sido de ella.

La pensaba mucho, intentaba imaginar dónde se había metido. En ese momento de introspección, yo tenía 18 años, y calculé que la curiosidad me había abandonado hace 3 o 4. ¿Habrá encontrado a alguien mejor? Seguramente mi cabeza se volvió muy gris, muy sencilla, tal vez dejé la ventana abierta y el frío llenó el lugar, hasta hacerlo inhabitable.

Pasaron unos meses, y tras buscarla por toda la ciudad, estaba a punto de darme por vencida. 

Pero en contra de todas mi expectativas, un día me la encontré. Yo estaba sentada en una cafetería leyendo un libro, cuando sentí que algo brillaba, y al voltear hacia la puerta, la vi entrar. La reconocí al instante. Mis ojos se le clavaron encima, no me quería ver como una acosadora, pero sabía que era ella, era mi curiosidad.

Oculté mi nerviosismo detrás del libro y mis pupilas que apenas sobresalían por encima de las hojas, no dejaban de registrar todos sus movimientos. Las manos me sudaban y el suéter que me mantenía protegida del frío se convirtió en un horno encendido.

Se acercó a la barra, pidió una bebida, y de manera abrupta, me volteó a ver fijamente. Me asusté, pero no desvié la mirada. Era obvio que ella sabía que yo estaba ahí. Nos quedamos en silencio, y sonrió de manera tierna. Me sentí vulnerable y, de cierta manera, culpable.

Tomó su bebida, y se sentó conmigo. Pareciera como si hubiésemos acordado vernos ahí. Me saludó y yo solo la vi seriamente. Me preguntó cómo estaba, yo dije que bien. Al hacerle la misma pregunta, ella contestó que “de maravilla, me siento como nueva”.

No lo niego, se veía muy fresca, y quería hacerle más plática, pero dada mi impaciencia, le solté de pronto la pregunta que me ha tenido tanto tiempo en vela: “¿Dónde has estado y por qué te fuiste?”.

Esperaba una respuesta que señalara a algo, a algún momento, o a alguien en específico: ¿por qué te rendiste conmigo?

Y sin un solo gramo de rencor o enojo, me lo explicó.

Resulta, que yo dejé la puerta abierta, dándole la oportunidad a ella de interactuar con lo que sea que pudiera entrar en mi. Sin embargo, me llené de tantas cosas, que ya no hubo espacio para ella. Ya no había lugar para soñar.

Me dijo que no se lo tomó a mal. Se sentó en la terraza a esperar, y cuando menos lo esperó, se quedó dormida.

Ese día, cuando regresé a casa, me dediqué a limpiar exhaustivamente. Vacié los cajones llenos de papeles y ordené mis recuerdos, mi cariño y mi nostalgia para darles el lugar que merecen. Puse mosquiteros en las ventanas y regué mis plantas. Tiré todo lo que estorbaba, eliminé todo lo que me distraía y no me aportaba nada, barrí, sacudí, limpié y trapié. Todo quedó reluciente.

Luego me di un baño que me arrancó todo el peso que cargaba y desgastaba mis músculos. El agua se llevó el polvo que tenía en la nariz y no me dejaba respirar, y al salir me sentí liviana y fresca.

Quedé exhausta. Era ya de madrugada y caí rendida en mi colchón.

Podía escucharme a mí misma respirar lento, y podría jurar que sentía mi corazón latir suavemente dentro de mi pecho.

En eso, escuché las sábanas moverse.

Se acostó a mi lado. 

Esa noche fue la primera vez que descansé al dormir después de varios años.






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